viernes, 17 de noviembre de 2017

¿Qué significa ser poeta en la actualidad?


Salvando todas las distancias imaginables, quisiera hacer mías estas palabras que Joseph Brodsky pronunció al otorgársele el Premio Nobel. Brodsky dijo en aquella ocasión que «Para alguien de carácter reservado, para alguien que toda su vida ha preferido su condición privada a cualquier papel de significación social…, para alguien así encontrarse de repente en esta tribuna supone una experiencia un tanto difícil e incómoda». Esa incomodidad es la que yo ahora padezco al encontrarme en este estrado frente a ustedes, aunque sé que es un trámite que debo solventar del mejor modo posible, contándoles algo que reclame su atención, y precisamente ahí residen mis vacilaciones, porque voy a hablarles del poeta en las sociedad actual y desconozco si un asunto como éste, que concita mis reflexiones, posee algún interés para ustedes. En cualquier caso, apelo a su benevolencia para soportarme durante unos minutos.
A pesar de que lo que denominamos Romanticismo poético data del siglo XVIII y ha perdido ya mucha de la influencia de que gozó hasta finales del siglo XIX, el concepto del poeta como un demiurgo, como un oráculo, como alguien que es capaz de interpretar los mensajes celestiales sigue gozando, desde la Antigüedad, de predicamento en aquellas personas que, para comprender la realidad en la que viven, buscan fundamentos de origen esotérico o místico. El poeta además, según la habitual concepción romántico-simbolista, debe ser apolítico, «en la medida—escribe Michael Hamburger— que sus valores surgen de la imaginación, y la imaginación es demasiado radical y utópica para ajustarse a imperativos políticos», debe mostrarse indiferente ante los sucesos de orden político o social, debe llevar una vida alejada de los fastos y placeres de los a veces se nutre la cotidianidad, debe, en suma, consagrar sus facultades a la tarea de exaltar lo sublime y a reivindicar el carácter profético de sus versos, desechando, por esa razón, todos aquellos asuntos que resten viabilidad a su trascendental proyecto, deslegitimizando voluntariamente lo contingente, lo prosaico, la mediocridad que hipnotiza la vida cotidiana. Para quienes defienden esta situación, el poeta que también se comporta como un hombre de su tiempo, un hombre de acción, un hombre que se implica en la sociedad en la que vive, un hombre que convive, sufre y disfruta con los demás, traiciona su prominente misión, una misión cuasi sacerdotal: ser el intermediario entre las fuerzas de origen divino y los fervores humanas, desvelar las posibilidades sobrenaturales que permanecen semidormidas en la conciencia.
Me atrevo a decir, sin embargo, que esta forma de entender la poesía y el hecho poético en sí mismo, está absolutamente trasnochada y despide un insoportable tufo ideológico, cuando no religioso. Aunque cueste creerlo, podemos asegurar que la poesía es una herramienta imprescindible para luchar contra la zafiedad, contra la mentira, contra la corrupción y la ignorancia. ¿Cómo lo hace? Por medio del lenguaje, de la palabra: “En una conversación cotidiana —dice Yves Bonnefoy—, las palabras sirven para que nos entendamos, pero desaparecen. En cambio, en la poesía esas mismas palabras reaparecen en su verdadera realidad y son nombres propios que señalan o designan las cosas como son para mostrarnos la realidad”; actuando sobre nuestra sensibilidad, haciéndonos más conscientes de cuanto ocurre a nuestro alrededor: «Un hombre que tiene gusto, especialmente gusto literario, —recurro otra vez a Brodsky— es menos sensible a las cantilenas y los rítmicos conjuros de la demagogia política».
La lectura y la escritura de poesía constituyen, por sí mismas, barreras de resistencia culturales, frecuentarlas supone una defensa implícita de la educación porque ambas son representaciones de una forma de ver el mundo en el que la ética y la moral dejan de ser palabras vacías de contenido y se convierten en paradigmas, en guías de nuestros actos. La visión decimonónica del poeta como vidente o como un bohemio que vive del cuento ha pasado a la historia. El poeta es un hombre —José Hierro lo recalcaba a menudo— como cualquier otro que trata de hacer comprensible lo que no comprende gracias al lenguaje. Sólo la forma de ver las cosas, de detenerse en ellas lo convierte en un ser diferente. «Siempre volveremos a la cotidianidad: tras haber vivido una epifanía o haber escrito un poema entraremos en la cocina para preguntarnos qué hay para almorzar; y después abriremos un sobre con la factura del teléfono», escribe Adam Zagajewski. Pero, se preguntarán ustedes, y no puedo culparles por ello, en qué medida un poema puede ayudar a transformar la sociedad, a hacerla más justa si el poeta actual también está contaminado por los males de nuestro tiempo, por el fanatismo y el consumismo, por el egoísmo y la falta de solidaridad.
Alguien de la talla de W. H. Auden, afirmaba en uno de sus versos que «No hay palabra escrita del puño del hombre que pueda detener la guerra» y no carece de justificación este pesimismo ontológico (es verdad, como decía el propio Auden, que «la poesía no hace suceder nada», por eso, las posibilidades de que un poeta influya en el curso de los acontecimientos, son inexistentes), porque cada vez con más frecuencia observamos cómo los acuerdos sociales, los tratados internacionales, las promesas políticas son mancilladas dejando al arbitrio de la violencia la solución de los conflictos. Sin embargo, a través de los siglos, no ha habido acontecimiento histórico de cualquier índole —basta con recordar que en la toma de posesión de Obama el pasado año, Richard Blanco (por cierto, un poeta de origen hispano), fue el encargado de recitar un poema en la jornada inaugural del segundo mandato, que Robert Frost fuese invitado por John Kennedy a hacer lo mismo en su toma de posesión o que una monarquía como la británica mantiene en nómina al llamado «Poeta laureado», encargado de versificar los acontecimientos más destacados—que no haya sido relatado por los poetas, porque de algún modo la palabra provoca que ahondemos en la realidad, nos hace ser más conscientes de nosotros mismos y del mundo en el que vivimos.
La poesía es ahora más necesaria que nunca porque ayuda a comprender un mundo en permanente cambio que nos obliga, siguiendo a  Charles Berstein, a «reinventar nuestras formas y nuestro lenguaje para no perder el contacto con nosotros mismos y con el mundo en que vivimos». La poesía nos convierte en seres capaces de reflexionar sobre la propia experiencia, nos enseña a valorar la precisión del lenguaje como vehículo para trasmitir nuestras ideas y como instrumento para interpretar la percepción que otros poseen de cuanto nos rodea, para prevenirnos de demagogos y falsificadores de la realidad, tan propensos unos y otros a utilizar palabras altisonantes, retóricas, con un significado, cuanto menos, maleable e impreciso. La poesía nos enseña a transformar en representativo un objeto común, porque le concede los atributos de lo asombroso, nos hace mejores seres humanos —con carácter general, porque todos tenemos en mente palmarias excepciones— y, como ha demostrado un reciente estudio de la Universidad de Liverpol, es incluso terapéutica. Los investigadores, según dicho estudio, han demostrado que «la actividad cerebral se dispara cuando se leen los clásicos. Con un escáner cerebral detectaron que cuando el lector se encuentra con una palabra inusual, sintaxis complicada o frase insólita, se estimulan ciertas áreas del cerebro. De hecho, los investigadores afirman que la literatura, y sobre todo la poesía, puede ser aún más útil que los libros de autoayuda, ya que la poesía afecta el hemisferio derecho del cerebro donde se almacenan los recuerdos autobiográficos y hace que el lector reflexione sobre su vida».
Naturalmente, estoy hablando de la poesía concebida como una necesidad vital, no como un salvoconducto para obtener notoriedad social o para presumir en las reuniones familiares. Estas posibilidades sólo tangencialmente rozan la poesía, porque generalmente son almibarados desahogos de aficionados esporádicos. Yo hablo de ese rapto de la intuición que induce al poeta a escribir los primeros versos, estoy hablando, sí, de la inspiración o lo que los antiguos llamaban Musa, pero también del trabajo riguroso, de la disciplina, de la soledad, del oficio del escritor, oficio solitario y mal visto que se adquiere leyendo, escribiendo, corrigiendo, rompiendo lo escrito. «Quien escribe un poema, decía el Nobel ruso, lo escribe sobre todo porque la escritura de versos es un extraordinario acelerador de la conciencia, del pensamiento, de la comprensión el universo»
La poesía no busca verdades imperecederas, procede mediante alusiones y sugerencias para recabar un fragmento de verdad, una fracción personal de esa verdad universal e inasible que a todos pertenece. El poeta debe ser un defensor de la lengua en la que escribe, debe utilizarla hasta extraer de ella sus máximas registros, para trasmitir su pensamiento de la forma más perfecta posible, para hallar la identidad vital que le define, lo cual no debe conducirnos al equívoco de pensar en la naturaleza biográfica de su escritura: el yo biográfico es un yo distinto del personaje literario que protagoniza los poemas, aunque eso no suponga minusvalorar los vínculos existentes entre la obra  y su creador: «Aquello que nos vuelve traslúcido el cuerpo de los poetas y no nos deja ver sus almas —escribe Marcel Proust— no son sus ojos ni los acontecimientos de sus vidas, sino sus libros, donde justamente aquella parte de sus almas que, por un deseo instintivo, quería perpetuarse, se transfirió para sobrevivir a la caducidad». «Un fuerte talento poético —Zagajewski dixit— crea dos fenómenos contradictorios. Por un lado, sugiere una participación intensa en la vida de la época [estoy pensando ahora en Octavio Paz, de quien celebramos este año el centenario de su nacimiento], una     inmersión hasta el cuello en la actualidad y una sensibilidad casi obsesiva ante los acontecimientos; por el otro, conduce a una especie de alienación, distancia, ausencia». En esa cruel dicotomía, entre estos dos polos casi opuestos, buceando en su memoria y ejerciendo como un aplicado espectador en el teatro del mundo, se resuelve la vida del poeta, porque éste es una voz que encuentra su eco en el lector, sin el cual el poema permanece inconcluso y nada resulta más halagador para un poeta que encontrar a ese lector que se reconoce en el poema escrito, que siente como suyas las experiencias que el poeta describe o experimenta sensaciones similares. En esa complicidad, en esa identificación entre poema y lector es donde el círculo se cierra. Esa es su verdadera recompensa, una recompensa espiritual, simbólica, no tangible como el dinero o la fama. Este acto de hoy, en el que se nombra profesor honorario del Colegio José Luis Hidalgo es, para quien les habla, la más espléndida de las gratificaciones.